Una mujer pasea junto a su niño, dormido profundamente en el portabebés, de un lado para otro. Busca el lugar más cómodo (seguramente cualquiera) dada la inmensa extensión de terreno en la que se mueve.
No hace calor, se acercan las nueve de la noche y de su mano izquierda se cuelga otro pequeño que la hace correr aunque lleve a su hermano a cuestas.
No está en el parque. Está en el DCODE. El festival de música que se celebra a espaldas del edificio nuevo (no la antigua cárcel) de la Facultad de Ciencias de la Información de la Universidad Complutense de Madrid tiene cabida para todos. También para las madres, los padres, los niños, las parejas de cuarentones que bailan tímidos, los extranjeros que balbucean el español cuando ven que 16.000 personas saltan, gritan y cantan con la entrega del que va a un recital por primera vez en su vida y por eso, no se quiere quedar atrás.
«¿Quién es?», pregunta un estadounidense sorprendido por el frenesí que provoca aquel moreno, delgado, vestido de un negro furioso interrumpido por dibujos rojos orientales, con una inconfudible voz (por lo menos para el resto) que penetra y seduce hasta quien jamás lo escuchó antes.
Es Bunbury. Incluso para los que no tenían pensado acudir al DCODE de este año reconocían que el zaragozano merecía la pena. Era el plato fuerte. Y no defraudó.
Hizo un generoso repaso por aquellas canciones que todos querían escuchar. No se olvidó de Héreos del Silencio aunque evidentemente ya no suena igual. Ahora también hay lugar para la psicodelia cuando canta «Maldito duende». Pero también sonó «Avalancha», «Que tengas suertecita» o «Mar adentro». Y sonó también el bandoneón, las percusiones, la batería y las guitarras. Todo de un Bunbury ecléctico, que no olvida sus raíces pero que coquetea siempre con Latinoamérica.
Aunque a veces parece que solo basta con su voz. Y la del público, claro. Completamente entregado a un festival que no se llenó, y eso que el calor madrileño había dado una tregua respecto a las últimas semanas.
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