lunes, 5 de septiembre de 2016

Bunbury en Zaragoza: la gloria del dragón rojo.



Este sábado, en el Pabellón Príncipe Felipe de Zaragoza, un chaval de unos seis o siete años, con cara de ángel alemán, se desgañitaba y saltaba más que Ruth Beitia mientras Bunbury, a quince/veinte metros, sobre el escenario, interpretaba “Sí”. El crío, que lucía una camiseta de Héroes del Silencio, cantaba/bailaba/reaccionaba como si estuviera ante un superhéroe. Era fascinante ver cómo, a medida que se sucedían las canciones (y eso que el show estaba a punto de finalizar), el muchacho no perdía fuelle alguno. Por eso, al terminar el concierto, le advertí al padre:

–¡Menudo torbellino!
–Se llama Enrique por él –respondió refiriéndose al cantante.

Lo que hizo Bunbury este sábado en Zaragoza bien merece un bautismo. Fue una exhibición inolvidable y excesiva de talento, intensidad y empatía. El cantante desmintió de un modo radical y afectivo aquello de que nadie es profeta en su tierra –al entonar los versos “También extraño en mi tierra / aunque la quiera de verdad” en “El extranjero”, el polideportivo reventó en aplausos-. Eso no parecía Zaragoza/Aragón/España, sino Santo Domingo, Bogotá o México DF. Eso era un lugar equis de América Latina. Todo podría resumirse en dos palabras que me dijo Álvaro Suite, con una sonrisa imposible de ocultar, al finalizar el show: “¡Qué bolaco!”.

Y tanto.
Rebobinemos. A las seis y media de la tarde, cientos de personas hacían cola con un solo objetivo: estar lo más cerca posible del escenario. Zaragoza machacaba con un calor asesino, pero algunos de ellos ya llevaban ahí unas seis horas –nobleza obliga: a quien pregunté, no sé si me dijo que llevaba seis horas, o, más extremo aún: desde las seis de la mañana-. Eso es amor, quien lo probó lo sabe (Lope de Vega).

Dentro, Los Santos Inocentes ensayaban aún sin Bunbury “El extranjero” –“Necesito más banjo, por favor”, pedía Suite- y “Ódiame” –pieza que, al final, no fue incluida en el repertorio-. En un descanso, saludé a Robert Castellanos. Hablé con el bajista sobre la tropa fiel que ansía la apertura de puertas. “En América es aún más bestia”, me contó. Después, la conversación derivó en Bowie –este sábado supimos que, en breve, verá la luz una versión ampliada de Blackstar-: “Me gustó más el penúltimo disco, The Next Day, que el último. Ahí está “You Feel So Lonely You Could Die”, que no es sólo una de las mejores canciones del álbum, sino de toda su carrera”.

Poco antes de las siete y media llegó Bunbury. En la prueba de sonido ensayó “La sirena varada”, “Malas intenciones”, “Puta desagradecida” e “Iberia sumergida”. Jose Girl, cuando terminó de disparar sus flashes maravillosos y de rodar sus cápsulas mutantes, me dijo que había sido afortunado, porque “Malas intenciones” no estaba incluida en el set-list. También hablamos del concierto del Teatro Real en Madrid –“fue enorme, increíble, de verdad”- y contemplamos cómo, justo al producirse la apertura de puertas, la gente corría como podencos para ocupar el mejor sitio posible.

El coso se fue llenando de “gentes de cien mil raleas” (Serrat): familias con sus niños, parejas de veintipico, un grupo de cowboys, una panda de jevis, un tipo con la camiseta del Real Zaragoza, el dorsal 7 y el nombre de Bunbury estampado, etc. Se congregaron, más o menos, ocho mil almas. A las diez en punto sonó la versión de “Lawrence of Arabia” de The Tornados, y, al finalizar, pam, apareció Bunbury, con un traje negro con dragones rojos, made in Álvaro Pérez Fajardo, mucho más próximos a Oriente que al monstruo apocalíptico de William Blake, con esa “Iberia sumergida” actualizada, más tex-mex, más Licenciado Cantinas, con un arreglito de Rebenaque que recuerda al riff de “Ashes to Ashes”. Tras “El club de los imposibles”, el cantante proclamó que “es un inmenso placer estar de vuelta en casa” y anunció “un recorrido por tres décadas de canciones”: “La sirena varada”, “Porque las cosas cambian”, “El camino del exceso” –con los teclados de Rebenaque y la guitarra final de Jordi Mena rugiendo- o “Puta desagradecida” –con un gran sólo prolongado, de los que apuñalan, de Suite-. En el tramo final del show, sonaron “Mar adentro” y “Maldito duende”. En esta última, Bunbury se hizo un Nick Cave y se metió a cantar entre el público, agarrando manos y chocando palmas. –Con esta canción nos vamos a despedir –dijo Bunbury antes de arrancar con “Lady Blue”.

–NOOOOOOOO!!! –respondió el público unánime.
Fue un amago. La primera tanda de bises estuvo compuesta por “Más alto que nosotros solo el cielo”, “Sí” y “La chispa adecuada”. La segunda empezó con un “si no tienen otra cosa mejor que hacer, vamos a tocar un poco más para ustedes”. Bunbury se encontraba en la gloria. Y pam, sonó explosiva “Los habitantes”. “De todo el mundo” la terminó de rodillas, y así empezó el epílogo: “…Y al final”. Cuando Los Santos Inocentes se retiraron, la tropa, insaciable, se quedó cantando “Stand by me”. Muchos asistentes, aún hipnotizados, decían que había sido el mejor concierto de Bunbury en su casa. Les sobraban los motivos.

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