'Mutaciones Tour 2016'. Fecha: jueves 14 de julio. Lugar: Teatro de la Axerquía. Casi lleno.
Cuando, puntual como el géiser Old Faithful de Yellowstone, el halo de provocada mística, y no menos milimetrada arrogancia de Bunbury se derramó generoso sobre el escenario del Festival de la Guitarra, nadie dudaba ya de que sería una noche exacerbada, en la que nuestra cabeza recorrería violenta e imprudentemente muchos años de canciones arponianas. Desde el primer paso sobre la moqueta negra que instalaron para él, Enrique fue pura pose. Por encima de todo. Es lo que esperábamos. Pero no crean que era una pose cualquiera. En el rock hasta para hacer posturas hay que tenerlas nadando en la sangre, sin coágulos. Si no es así, acaban convertidas en farsantes movimientos que dan más risa que carisma. Si querías vislumbrar entre tinieblas a Bolan, Bowie o Morrison solo tenías que entrecerrar los ojos y verles. Clase y saber estar escritos junto a sus tatuajes. Pudimos leerlo.
Hay dos Bunbury. Y están en uno. A veces lo mejor es no saber del artista más allá de lo que muestre ahí arriba. No vaya a ser que. Pero espiar es una debilidad que conduce a la tragedia. "No quiero a nadie a menos de 30 metros de Enrique", exigía el mánager inflexible tras el escenario a media tarde. ¿Qué diablos habrá en ese círculo para que ningún mortal pueda pisarlo? ¿Algo que podrían robarle? ¿Su alma? Cuando ya de noche sale Bunbury con su traje tres piezas con dragones y rojo forro, la reclamación parece cobrar sentido. Arriba, durante mas de dos horas Enrique muestra su anverso caballeresco, que te habla de usted desde la primera cita a la última canción, te concede deseos, te transmite elegancia, fascinación, sugestión, agradecimiento... a manos llenas. En el backstage ha quedado un reverso huidizo, lejano y esquivo, que no se aleja porque nunca antes se ha acercado, y que se nos antoja empapado en temores desempolvados antes de cada concierto. Es una dicotomía arriesgada que el artista maneja con seguridad, sin duda por necesidad, exhibiendo la determinación de quien se sabe un héroe al que todo se va a perdonar. Viéndole cantar casi parece imprescindible que alguien acote ese terreno y garantice su zona de confort… evitando disgustos, contrariedades, para una mayor gloria de lo que han de recibir sus fans.
Tal vez si te acercas más de la cuenta a la retaguardia, el mito podría acaso volatizarse, convertirse en oscuros grajos, como pueden hacerlo las mejores ocurrencias en relatos góticos. Por ello solo es posible violentar esa zona desde abajo. La única manera de estar a menos de 30 metros de Enrique es colocarte lo más cerca de él delante del escenario. Y ahí echamos el resto. Suena Iberia sumergida y nos apretamos lo imposible, lo infinito, para sentir el placer, o el zarpazo en el corazón. Después de El club de los imposibles llegan Dos clavos a mis alas, Sirena varada, Camino del exceso, Avalancha, Mar adentro... Aprovecharemos una única oportunidad para verle aún más de cerca cuando se encarama al vallado antipánico y humedece con su sudor a los mortales, que lo manosean sin que su familia de mánagers ponga coto ni exija órdenes de alejamiento. Es el delirio. Está sonando Maldito duende y ese miedo a toparse de bruces con la jauría fan, que no es tan fiera como la pintan, parece haberse evaporado. Él era la comida y nosotros estábamos definitivamente hambrientos. Hasta que al borde de estar saciados, sale corriendo al coche y huye bajo una sudorosa toalla llevándose con él intacta la leyenda.
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